Friday, February 5, 2010

Chamaco en Primer acto.


Primer acto.

Chamaco en la Cuba de enfrente

Carlos Espinosa Domínguez

Se puede afirmar que el inicio de lo que, usando un eufemismo, llamaré la temporada teatral de otoño en Miami ha estado dominado por el estreno de Chamaco. Además del montaje mismo, coproducido por La Má Teodora, el Latin Quarter Cultural Center y el Archivo Digital del Teatro Cubano de la Universidad de Miami, las presentaciones estuvieron complementadas por otras actividades como el foro Novísimo Teatro Cubano, en el cual participaron académicos, teatristas y críticos, y el lanzamiento de la edición bilingüe inglés-español del texto.

A Miami Chamaco llegaba con un estupendo aval. Escrita por Abel González Melo (La Habana, 1980) a fines de 2004, al año siguiente recibió el premio del Primer Concurso de Dramaturgia organizado por la Embajada de España en Cuba y la Agencia Española de Cooperación Internacional. Ese mismo año Alberto Sarraín, responsable del montaje que aquí se comenta, realizó una lectura de la obra en La Habana. En el 2006, la compañía habanera Argos Teatro la llevó a escena y su trabajo fue reconocido por la crítica cubana con el Premio Villanueva al mejor espectáculo del año. Además de los montajes de La Habana y Miami, Chamaco se ha estrenado en Estambul. Asimismo cuenta ya con traducciones al inglés, catalán, francés e italiano, así como con ediciones en Cuba (Ediciones Alarcos, 2006), España (Ñaque Editora, 2006) y Estados Unidos (La Má Teodora/ Archivo Digital Cubano, 2009).

¿Qué hace de Chamaco una obra tan altamente valorada? En primer lugar, una escritura teatral moderna y de excelente factura, que denota un exigente trabajo a nivel formal. Eso se hace evidente en el lenguaje seco y despojado de los diálogos, a los que su autor ha despojado de todo lo superfluo, previsible y decorativo. Esa opción estética de atenerse estrictamente al puro hueso de lo que narra lo lleva también a dar la espalda a los elementos costumbristas y previsibles. Ello no significa que González Melo renuncie a abordar la realidad cubana, sino que apuesta por un teatro saludablemente desentendido de todo color local. Su interés, por el contrario, se centra más en auscultar unos personajes llenos de complejidades y de unas contradicciones que los acosan y atormentan.

Al igual que otros dramaturgos contemporáneos suyos, González Melo rechaza presentar una imagen complaciente o edulcorada de su entorno. La doble moral, la familia que se deshace, la migración incontrolada a la capital, la crisis de valores ocasionada por la precariedad, la desorientación y el desarraigo de la juventud, el sexo asumido como forma de sobrevivencia, son temas que en Chamaco aparecen tratados con una densidad dramática cercana a la tragedia. Tal cercanía, sin embargo, queda un tanto atenuada debido al tono sobrio y mesurado con que está escrita la obra y al clima casi gélido con que se presentan los hechos (significativamente su subtítulo es Informe en diez capítulos para representar). O bien se debe a que se trata, como apunta Alberto Sarraín, de una tragedia de la posmodernidad, en la que los conceptos de Hybris y Moira no nos remiten a los dioses, sino a disfunsiones sociales contemporáneas.

Otro de los hallazgos de Chamaco es presentar una imagen cruda y lacerante de una Habana que no aparece en las postales o las guías turísticas, y que raramente ha sido mostrada en el escenario. Sobre ese aspecto, González Melo ha expresado que la actualidad habanera se le reveló "como una de las paradojas sociales más fuertes, más sólidas, capaz de servir de modelo a una estructuración dramática y de esqueleto conceptual, de ejemplo orgánico verificable bajo otras circunstancias en múltiples facetas de la vida en Cuba". Del mundo marginal de esa ciudad proceden la mayoría de los personajes de la obra: un policía que tiene negocios ilícitos y mantiene relaciones con un travesti, un juez padre de dos hijos que sale de noche en busca de jóvenes, un chico de provincia que se prostituye para sobrevivir, un señor que se aprovecha sexualmente de su sobrino, una joven que aguarda a su hermano para cenar, una guardaparques que cuida la estatua de un héroe. El nexo que los viene a interconectar es el asesinato de un muchacho, cuyo cuerpo es hallado en el Parque Central la madrugada del 24 de diciembre.

González Melo no se acercó a esa realidad con el ánimo de juzgarla o denunciarla, ni tampoco para ofrecer un discurso testimonial o socializador. Su acercamiento, por el contrario, destila ternura y comprensión por esos personajes, que tan similares son a otros que se pueden encontrar en Madrid, Nueva York, Buenos Aires o Londres. Pienso, en fin, que todos esos valores y aciertos estéticos alcanzan a justificar hasta qué punto es merecida la fama que acompaña a Chamaco.

Una puesta encarada con rigor

Resulta, por tanto, fácil comprender que Alberto Sarraín quedase seducido por un texto que, como él ha comentado, lo noqueó desde los primeros bocadillos y lo dejó sin defensas, cuando se lo escuchó leer a su autor en enero de 2005. Haberlo elegido para su retorno a Miami, tras siete años sin dirigir allí, es además coherente con su sostenido y apasionado empeño por dar a conocer al público hispano de esa ciudad obras de autores cubanos residentes en la isla. Eso, unido a su postura ideológica, así como a sus opiniones críticas y, en ocasiones, irreverentes sobre sus compatriotas del exilio, ha hecho de él una figura controversial, admirada por unos y denostada por otros. En todo caso, lo que nadie podrá cuestionar es su valiosa contribución al panorama escénico de Miami, que le debe varios de sus estrenos más significativos.

A esa lista de los buenos trabajos de Sarraín hay que sumar Chamaco. Se trata de un montaje encarado con rigor y tras el cual se advierte la mano directriz de un profesional concienzudo. Como premisas básicas, Sarraín ha partido de una concepción realista y de una respetuosa fidelidad al texto de González Melo. Ambos aspectos, sin embargo, demandan aquí ser precisados. Respecto al primero, aunque resulta evidente la relatividad de la noción de realismo, como ya señaló Roman Jakobson, me refiero a un concepto abierto y moderno de la estética realista, que nada tiene que ver con un naturalismo fotográfico y contenidista, que al aspirar al máximo de verosimilitud se queda en una copia simple, chata y, en definitiva, antiartística. Y en cuanto al segundo, hablo de una fidelidad no dogmática ni restrictiva para la creatividad del director.

Quienes hayan visto otros trabajos de Sarraín, saben que su respetuoso tratamiento de los textos en modo alguno implica que se limite a hacer de ellos una prudente "puesta en pie". Servidor sí; criado no, bien pudiera ser la divisa que resume su idea del trabajo del director. En Chamaco eso se pone de manifiesto, ante todo, en un concepto preciso y concentrado en los elementos esenciales, que no se apoya en lo externo ni en ingredientes espectaculares. De eso, pienso yo, ha dependido el buen nivel estético alcanzado por su puesta en escena, pues el desborde y la estridencia hubiesen resultado contraproducentes para plasmar una escritura tan austera y seca.

La mano de Sarraín se evidencia también en su peculiar forma de pulimentar el montaje, en la inteligencia para potenciar subtextos y trabajar atmósferas y, en resumen, en su capacidad para transformar los signos textuales en acción e imágenes escénicas con entidad propia. Mérito suyo es también el haber dado coherencia interna a la puesta en escena e integrar al conjunto las luces, la música y la escenografía. Esta última, diseñada por Carlos Repilado, está compuesta por unos paneles con persianas desprovistos de cualquier componente naturalista, y cumple eficazmente al aportar la acotación neutra y los espacios donde se inscriben las realidades dramáticas. Sarraín, sin embargo, prefiere que su dirección no se note y entrega a los actores el verdadero sostén de la obra.

El elenco lo integraron ocho actores de edades, formación y experiencia muy diferentes. El solo hecho de mover, hoy por hoy, esa cantidad de personas en un escenario de Miami significa un reto que exige profesionalismo y talento. Sarraín lo ha asumido y el balance es satisfactorio. Ante todo, logró unificar los registros interpretativos y escuelas, y aunque respetó su diversidad consiguió que no hubiera disonancias notorias. A destacar, en primer término, la buena labor desarrollada por Juan David Ferrer y Adrián Más, en quienes recayeron los dos papeles principales. El primero proyectó admirablemente toda la dolorida interioridad de ese padre que lleva una doble vida, mediante un trabajo concentrado y austero. Algo similar hizo Más, al realizar una sincera y sobria concepción de su personaje que le permitió esencializar su profundo sedimento trágico. Un notable crecimiento como actriz demostró Alexa Kuve, quien en su monólogo expresó, con controlada intensidad, la frustración y el sufrimiento de esa chica veinteañera que no estaba preparada para ver a su hermano muerto. Asimismo Rolando Casín reveló las motivaciones y matices del papel del tío del joven protagonista al incorporar registros que lo llevaron de lo farsesco a lo patético. E incluso los mucho más novicios Lian Cenzano y Lyduán González realizaron un ingente esfuerzo por hacer creíbles sus personajes.

Además de la hermana del joven asesinado, en Chamaco intervienen otros dos personajes femeninos, si así puede decirse. Uno es la guardaparques y otro La Paco, un travesti que vende flores, interpretados, respectivamente, por Natacha Amador y Elvira Valdés. Ambos centraron los dos señalamientos críticos principales que ha recibido el montaje. Uno tiene que ver con el hecho de que el papel del travesti fuera asignado a una actriz. Como comentó Antonio Orlando Rodríguez en su reseña en El Nuevo Herald, esa extraña decisión atentó contra la "realidad teatral" del montaje, e hizo que las escenas de La Paco con el policía no tuvieran la resonancia que habría producido la dinámica entre dos actores.

El otro error, en mi opinión, mucho más serio, fue que para este montaje González Melo redactó, a petición de Sarraín, unos versos que pasó a cantar Natacha Amador, y que supuestamente iban a servir como nexo para enlazar un cuadro con el siguiente. En realidad, resulta un agregado innecesario, que además afectó la fluidez de la obra. "El relato se detiene", se dice en uno de los versos. Y eso es exactamente lo que ocurría: la acción se empantanaba a causa de esos añadidos superfluos que nada aportaban a la comprensión y, por el contrario, entorpecían el progreso dramático.

Esas objeciones hicieron que el montaje no alcanzara a ser un trabajo redondo o plenamente logrado, pero en modo alguno deben inducir a minusvalorar sus muchos aciertos. Así parece haberlo comprendido la reducida feligresía que totaliza el público de teatro de Miami. Entre esos espectadores, Chamaco dio bastante que hablar y tuvo, en general, una recepción favorable. Eso a pesar de tratarse de una obra dura, lacerante y, por eso mismo, difícil de digerir. Su eco, no obstante, podría haber sido mucho más amplio de no haberse visto condenada a una ridícula temporada de ¡cinco funciones! Ante esa muestra de insensibilidad y desprecio por el esfuerzo, el talento y los afanes que hicieron posible el estreno de Chamaco, sólo se me ocurre repetir lo que hace más de un siglo expresó Mariano José de Larra: "¡Después de todo eso, haga usted teatro!".

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